lunes, 4 de junio de 2007

El Sargento

Hay muchas cosas que no recuerdo de mi chiquititud y otras que prefiero no recordar. Dentro de lo poco que recuerdo, está mi meritorio rendimiento en mis primeros años de colegio. Recuerdo los 18s, las felicitaciones, las salidas a la pizarra al fin de cada mes de los “5 mejores de la clase”, la sonrisa de mi madre, el pecho inflado de mi viejo; y los recuerdo no por la añoranza de que todo tiempo pasado fue mejor o de aquellos días que no volverán (de hecho, en toda la secundaria nunca volvieron), sino por el regalo con el que de cuando en vez mi abuelo premiaba a su nieto chanconcito. Para hacerla fácil, mi abuelo solía llevarme a Jirón de la Unión y dejar que sea yo quien elija el regalo: una sola cosa, la que quiera, la que más me guste, la que más me llame la atención, la que me merecía por ser el orgullo de éste sujeto, que contribuyó directamente con mi mocosa felicidad e indirectamente con mi isleño apellido.

Y bueno, si hay algo que aún se mantiene desde aquella época son las típicas dos situaciones que tengo que enfrentar cada vez que salgo a comprar: o no sé qué comprar (porque hay tantas cosas que me gustan) o no hay nada que comprar (porque nada me gusta). Era 1987. Si Jirón de la Unión hoy te parece una porquería, en ese entonces era un antro de mierda: ambulantes vendiendo animales a mi derecha, ambulantes vendiendo lo imposible a mi izquierda, niños mendigos que te seguían para que les des para su pan, perros mendigos que te seguían para que les des un pan, basura y mucha, mucha gente.

Aquella tarde, habíamos recorrido casi todo Jirón de la Unión, cuadra por cuadra, tienda por tienda. Me probaba ropa que terminaba desechando, miraba juguetes que se convertían en aburridos entre las manos. No sé si era el día o la hora pero no había nada que llamara mi atención como para jalar del abrigo de mi abuelo e implorarle que me lo compre. Desanimado y con una promesa de regresar la semana próxima, estábamos a dos cuadras de la plaza San Martín, cuando mi abuelo me pidió que lo esperara quieto y sin chistar mientras él iba a no sé dónde. La espera sin chistar resultó fácil, pero la quietud prometida silenciosamente se quebró a los 3 minutos cuando mi mirada se fijó en un señor parado en el rincón gris y probablemente maloliente de la acera de frente. Si su imagen me llamó la atención fue porque me parecía lo más raro entre lo raro que podías encontrar en todo Jirón de la Unión. Ahora lo recuerdo bien: era alto, de bigotes frondosos, vestido con sastre militar color azul oscuro, con solapas rojas y botones color dorado, con una gorra azul que parecía ferrocarrilero. Estaba parado en ese rincón, sosteniendo lo que a lo lejos se veía como un cartel. Nadie lo miraba. Nadie lo atendía. Era él versus la indiferencia el espectáculo. Aprovechando entonces que mi abuelo se había ido a comprar una butifarra o a mear (no recuerdo), me acerqué al vendedor anónimo, con más curiosidad que temor. Parado frente a él, me percaté que el cartel aquél que tenía en la mano era una especie de cuadro tamaño mediano donde había la foto de cuatro sujetos vestidos de manera muy colorida, rodeados por una serie de cabezas de muchas personas, todos frente de una especie de jardín, en cuyo centro se encontraba escrito en flores rojas un nombre: BEATLES.





Me quedé intrigado sobre la apariencia del señor y el recuadro aquél que sostenía incólume en su mano. No fue sino hasta que hablé que se dio cuenta de mi presencia. Le pregunté sobre lo que tenía en la mano, sobre su ropa, sobre su gorra. Me contestó amablemente, con un acento medio raro pero castellano al fin. Me dijo que era el Sargento Pimienta, que hace veinte años enseñó a una banda a tocar, que han estado a veces de moda y sin embargo siempre garantizan provocar una sonrisa.

La explicación me intrigó aún más. Supuse inmediatamente que el tipo me hablaba de música. Empero, para alguien cuyo universo musical se limitaba en ese entonces a lo que podía ver en “Viva el Sábado”, el grupo del Sargento me resultaba desconocido. Mi curiosidad pudo más que mi respetuosidad y le pregunté acerca de ese grupo. Empezó a contarme de manera complaciente acerca de su banda creada hace veinte años en un sitio llamado Abbey Road, de cómo su primer concierto fue en un circo a beneficio del señor Kite, donde “los Henderson” actuaban y donde “Henry el caballo” bailaba un vals.

Le pregunté por qué se llamaba “la banda del club de los corazones solitarios”. Rió y con su mano sacudió mi pelo con ternura más que con maldad. Su mirada humedeció y comenzó a contarme de que, como muchas cosas, la mayoría de sus canciones nacían del amor y trataban de hablar por el. Fue ahí cuando me habló de ella, de su adorable Rita, “la parqueadora”. Contó que la conoció de pie junto al parquímetro, llenando una multa en su pequeño libro blanco. Recordó como le pregunto discretamente si deseaba tomar el té con él cuando estuviera libre, y que salieron y él trato de ganársela, de cómo rieron juntos y de cómo al finalizar la cena le dijo que le gustaría volver a verla. De hecho se vieron durante mucho tiempo, pues ella se mudó a su departamento. Nunca se aburrían. “Hablabamos sobre el amor que podríamos compartir todos; de cómo cuando lo encontramos, tratamos de mantenerlo allí. Pensabamos que con nuestro amor, con nuestro amor podríamos salvar el mundo….. si sólo lo supieran”, me dijo. “Solíamos bromear sobre si cuando tenga 64, cuando envejezca y pierda mi pelo, dentro de muchos años, aún me mandaría una tarjeta de San Valentín, una felicitación de cumpleaños o una botella de vino. Y una lágrima se le murió mientras contaba y otra, cuando terminó de hablar. Se secó con un viejo pañuelo y prosiguió su relato. Me confió como solía ser cruel con su chica; le pegaba y la apartaba de las cosas que ella amaba. Reconocía que era malo y le juraba que estaba cambiando y que estaba haciendo lo mejor que podía. Pero eso no fue suficiente. Un miércoles por la mañana, a las cinco en punto cuando comienza el día, cerrando silenciosamente la puerta de su dormitorio, dejando la nota que espera diga algo más, ella bajó las escaleras hasta la cocina apretando su pañuelo, giró la llave de la puerta de atrás y silenciosamente salió de la casa. El abandono y tras él, la pérdida, lo devastaron. Sus años se volvieron de 750 días cada uno, y fueron pasando. “Finalmente pude recuperarme hijo. Todo pasa. Yo ya aprendí mi lección”, me dijo con alivio. “Y lo logré pasar con una pequeña ayuda de mis amigos.”

¿Pero por qué “corazones solitarios” señor?, inquirí con un poco de duda aún en mis labios.

“Porque cada uno de nosotros tiene una historia aparte que fue tejida con un mismo hilo, hijo. Uno tiene a su Lucy en el cielo con diamantes llamados ojos, otro busca a través de la música arreglar el agujero por donde entra la lluvia, otro tuvo un hijo que estrelló su mente en su coche cuando no se dio cuenta que el semáforo había cambiado, y otros tenemos a Rita. La vida es así de complicada hijo, y si queremos que nuestras canciones hablen por nosotros, nuestra música no puede ser simplona y este álbum es una muestra de lo que somos: complejidad y creatividad sobre ‘el dicho’ y sobre ‘el hecho’. Sólo buscamos cantar nuestras experiencias a través de la banda. Con la música contamos historias ajenas que esperamos se hagan propias en cabeza de quien quiera tomarlas”, me contestó sonriente.

Compartí esa mueca, y me convencí de querer compartir también las experiencias narradas dentro de esa caja de complejidad y creatividad del que me había hablado, pero mi abuelo me dio el alcance con cara de pocos amigos y cogiéndome del brazo, me dirigió de nuevo hacia Jirón de la Unión. Pude convencerlo de que no quería irme aún a casa, no sin mi regalo, no sin ESE regalo.

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Hace 20 años tuve mi encuentro con el Sargento Pimienta. Hace 40 años, él y su banda fueron creados. Han pasado varios otoños. Varias caras, más de las que hay en el álbum, han desfilado delante de mi propio personaje y después de lo escuchado, después de lo visto y, sobretodo, después de lo vivido durante los años que siguieron, la decisión sobre aquél regalo no sólo me llevó a adquirir uno de los mejores álbumes de la música, sino que también me dejó una membresía vitalicia en el club más famoso de la historia.


13 comentarios:

ff dijo...

BUEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEENA

Anónimo dijo...

yo corté una flor

y llovía llovía

El perro andaluz dijo...

Bien, muy bien jugao.

Dragón del 96 dijo...

No soy muy diestro con esto de musica, pero me parece o las lineas en negritas (en blanquitas en este caso) son nombres de las canciones y parte de sus letras?. Si asi es... me quito el sombrero...

(Cuanod em compre uno).

Slaudos.

El Azulado dijo...

Comprate uno, que estas en lo cierto Lucas

RuUu dijo...

Ahora eres azulado?! Ja!

Chevere, nos leemos!

Besos.

Jen dijo...

los beatles son lo máximo y para mí, el sargento, es su mejor disco
besos, ya te linkee a mi blog para leerte :D

Jersson Dongo dijo...

muy buen post,
de verdad que me dieron nuevamente ganas de escuchar semejante album.

Vero dijo...

Si supieras queal principio los odiaba, pq mi hermana no se cansaba de poner y poner sus discos una y mil veces... y esa actidud fué haciendo que poco a poco me fueran cautivando aquél cuarteto de pelucones, adorables :)
Saluditos :)

Marea dijo...

Tu post me encantó. Cariños.

Anónimo dijo...



Aaaaaaaaaaa!!
lindo post!


Chape calenton!

monich dijo...

First time here!!. Me encantó tu crónica nutrida de nostalgia y pasión por la música. Nos leemos

Michael dijo...

it was forty years ago today, Sgt Pepper told the band to play.